Pocos mexicanos se ocupan activa
y honestamente de la piedad y la solidaridad. Son una minoría quienes ocupan
parte de su día en pensar y actuar por el bienestar de los demás. Son una
minoría porque no es fácil tener esta actitud humanista para dedicar esfuerzo
de cuerpo y mente por los demás después de cumplir con las obligaciones propias
del día a día. Se necesita tener el espíritu de una hormiga.
Y digo esto
aclarando que no formo parte de esas hormigas laboriosas, quizás porque no he
logrado abandonar algunos resabios de individualismo. Tampoco incluyo en esta
minoría a los hipócritas y aspirantes a santurrones, a esos hidalguillos –incluyendo
aquí a oligarcas, políticos y comunicadores - que dedican su vida a expoliar al
prójimo y a tratar de expiar sus faltas hedonistas en el confesionario y en el
armado de programas sociales que usan de rehenes a minorías miserables con
propósitos pecuniarios y para colocarse una aureola sobre la mollera. Cuando
hablo de esas minorías piadosas, de cierto que no hablo de esos caballeretes de
la orden de Santiago que desean chupar la sangre de los mismos cadáveres.
La gran ironía es que esa minoría
luminosa de mexicanos piadosos y solidarios es tenida por los hidalguillos
sostenedores de las santas tradiciones como locos, rebeldes, herejes,
apátridas, anarquistas, sediciosos, extraños, flojos y hasta peligros para la
nación. No necesitamos ir muy lejos en el tiempo ido para ver un ejemplo
vergonzoso de esta inclinación apasionada de los hidalguillos por los anatemas
y las piras sobre los herejes. Por cierto que ya hemos tenido la oportunidad de
presenciar con nuestros ojos una de las más grandes ironías surgidas en los
furores mercantiles de los hidalguillos de las buenas costumbres. Y es que mire
usted que los mexicanos de a pie pasaron decenios y decenios suplicando al
cielo por un político honesto. Era y es tanta la corrupción de la clase
política, que cada mexicano parecía ver la posibilidad de un político honesto como
una nueva venida de Cristo. Al menos eso es lo que yo escucho en labios de mis
coetáneos, y es lo que escuché en boca de mis padres, de mis abuelos y mis
bisabuelos. Y pese a que la honestidad no es el giro de los hidalguillos
mexicanos, también solían unirse a estas plegarias multitudinarias por la
honestidad, pues, en lo esencial, y como buenos escépticos, ponían su fe en que
ese político honesto, como Cristo, simplemente no existía ni en el mundo de la
ideas. Pero he aquí que un día, para sorpresa de los hidalguillos, ese político
honesto surgió en la humanidad de Andrés Manuel López Obrador. Y así surgió y
la gente común se dispuso a votar por él, y votó mayoritariamente por él. Sin
embargo, ya sabemos cómo los hidalguillos le escamotearon los votos y cómo,
desde entonces, han dedicado su vida entera a hacer con él lo que decíamos al
principio: motejarlo de loco, vanidoso y de peligro para el universo. Así son
los hidalguillos, los caballeretes de bolsillo.
¿Por qué permitimos los mexicanos
que los hidalguillos se limpien las pezuñas cabrías con la voluntad popular? Ya
lo dije al principio: los mexicanos que se ocupan del bienestar de los demás
son una minoría. Así que, para efectos prácticos, y en opinión de los hidalguillos,
la voluntad popular es un poema, algo casi inexistente. Y razones no les faltan
para pensar así, hay que aceptarlo.
De no ser por nuestra comunidad
de nacimiento y por algunas cosas como el tequila y los mariachis, la expresión
“ser mexicano” sería una expresión carente de todo contenido. Y es que el
mexicano promedio no vive con la vista puesta en el fin superior de una
colectividad; vive más bien para agotar todas sus posibilidades de
manifestación cívica y política en el culto a sí mismo. El mexicano, cuando
hace política, la hace por su bolsillo, no por los demás, sin darse cuenta que,
al no hacer por los demás, a la vuelta del tiempo, también pega en su bolsillo.
El mexicano es la civilidad y la política del yo, la construcción de una
comunidad para un hombre solitario. El mexicano no considera lo social como
parte de su mundo – y no sin falta de razón, como veremos más adelante -; ve lo
social como algo dado externamente, algo extraño, como un estorbo trágico y un
carga penosa atribuible a un poder ajeno que supera todas sus facultades
físicas y mentales, o bien a fuerzas extramundanas que no deben ser conmovidas,
so pena de recibir severo y eterno castigo por macular lo sagrado. Así, el
mexicano no está bien dispuesto para afrontar y controlar lo social; más bien,
presupone como dadas e inapelables las reglas que le son impuestas y las
confronta resignada e instintivamente, adaptándose a ellas con todo el ingenio
y la vitalidad que le son posibles - de donde nos viene lo pícaro, como a
Sísifo o a Odiseo -, pero sin pretender entenderlas, enjuiciarlas y cambiarlas.
Y cuando vistos contra fenómenos
que apuntan a la trascendencia o a la fantasía, los mexicanos no pasan de ser
un escorzo quejumbroso de comunión de intereses. Ahí nos parece encontrar un
momento de pueblo, de sentido de comunidad; pero, en el fondo, en estos casos
también se trata de un individualismo aislado entre la multitud de los otros
individuos de la misma naturaleza. Son individuos sin conexión que se agregan
en el bar, en el salón, en la parroquia, para buscar poner un pie en el más
allá o en la gloria fugaz del yo sin llegar a comprometer la ilusión de los
pequeños logros materiales del aquí y el ahora, de eso que promete ser un
imperio mañana: el auto que se debe, la casa hipotecada de por vida, las
vacaciones a golpes de tarjetas. Cuente en los motivos de esta especie de
festividad de lo imaginario a la virgen de Guadalupe, a Julio César Chávez, al Toro Valenzuela, al
Púas Olivares o al mismo Chicharito con todo y golpes de pecho en media cancha.
Si la virgen unifica a los mexicanos en la fe que disipa toda amenaza sobre la
anhelada eternidad del goce personal, los héroes deportivos los unen en el
carnaval efímero de aquel sueño de ser en el otro que se muestra en los hechos,
y en los dólares, como un hijo predilecto de la guadalupana.
“Si yo fuera como él”, se dice el
mexicano entre suspiros cuando ve en la caja loca la vida de ensueño de los
grandes héroes del deporte.
“¿Te imaginas lo que haríamos si
yo fuera el Chicharito, vieja?”, le dice luego el hombre a su mujer mientras
fabrica en su entendimiento todas las posibilidades del hubiera… si no hubiera
abandonado las fuerzas básicas del “Atlético Bondojo” en su infancia.
Y aquel atisbo de lo posible que
no se decantó en el ser por una mala decisión, por una torpeza, por una llegada
tarde, y no por falta de virtudes, es suficiente para imaginar que se es el
otro por un momento, ese otro glorioso de la caja loca. Y ya montado el tipo
con la guirnalda imaginaria del atleta, se echa a dormir. Tal es el quid del
asunto de la fábrica de sueños de la caja loca.
Entre los mexicanos no existen
elementos civiles o políticos que los lleven a entroncar en una corriente o en
una fuerza relativamente unificada llamada “pueblo”. Somos como una suerte de
multitud desorganizada de individuos con nombres y apellidos; sin un Estado
propio; dedicados al culto del yo; interesados en los otros, en los demás,
solamente en el acto en que deben consumirse en la inexistencia; y cuyos únicos
distintivos ante el resto del mundo son el lugar de nacimiento, el mariachi y
el tequila.
Pero ¿por qué nos ha sucedido
esto? ¿Por qué estamos huérfanos de pueblo? ¿Por qué solamente somos tequila,
nopal y mariachis…y Chicharito?
A nosotros nos ha sucedido algo
semejante a lo ocurrido a los españoles desde la derrota de la Armada
Invencible del gran Felipe II a manos de los temporales del Atlántico Norte…ayudaditos
por Drake mientras jugaba bolos.
La península ibérica fue
reconquistada de manos de los moros por una clase especialísima de hombres
conformada por una aristocracia militar y eclesiástica. Tal fue la clase que, a
la postre, y con derecho ganado en el campo de batalla, instauró el nuevo orden
y el nuevo Estado Español. Tradiciones, costumbres, ideas, religión, toda la
cultura del nuevo orden fue la propia de esa clase dominante y conquistadora. Y
esto tendría que ser así le gustara o no a los peninsulares nativos, a judíos y
a moros. Hay que decir que los reconquistadores españoles no tuvieron la culpa
en esto. Ellos, como los atenienses imperiales, se justificaron trayendo a
cuentas una ley universal tan antigua como la humanidad que establece que unos,
los fuertes, ordenan y mandan, y los
otros, los débiles, obedecen en silencio. Pero los grandes señores ibéricos
tuvieron una racha buena a partir de la reconquista. La fortuna con su rueda
les sonrió y, tras el descubrimiento del Nuevo Mundo, lograron consolidarse como
el nuevo imperio mundial.
El antiguo imperio español vivió
una etapa de ensueño y de esplendor social, económico y político, mientras no
existió país que le disputara su hegemonía en el mundo de entonces. Eran los
tiempos en que el goteo económico procedente desde la América llegaba
irremediablemente a todos los rincones de la sociedad española directa o
indirectamente. Tenga por cierto que hablamos de tiempos de una economía
boyante y de grandes oportunidades, de un mundo en que cualquiera podía ganar
una forma respetable de vida si así lo quería. Después de todo, nobleza y
señores de la guerra necesitaban de banqueros, comerciantes, marinos,
militares, panaderos, carpinteros, joyeros, servidumbre y de todos los oficios
necesarios para hacer posible una vida de lujo. Esto no es nuevo, algo
semejante le ocurrió a los imperios anteriores y a los imperios que habrían de
seguir al español: Inglaterra y luego Estados Unidos.
Usted puede referirse a una
experiencia reciente, como la de los Estados Unidos, para entender la clase de
bonanza que debieron vivir los españoles de aquel entonces. Bien sabemos, por
ejemplo, que la clase obrera norteamericana nunca se impregnó de ideología
marxista en virtud de que el goteo de su imperio los cubrió de envidiables
prestaciones económicas y sociales. Aquel goteo sobre los trabajadores yanquis llegó
a convertirlos en una clase obrera con ideología burguesa. Y si se apura
tantito, también podrá ver en el caso de los Estados Unidos los primeros
barruntos de la decadencia que también vivió el imperio español. Es inocultable
que, en Estados Unidos, ya empezamos a ver ciertos aires de reivindicación
social en algunos movimientos de trabajadores norteamericanos. Parece que la
era Disney alcanza su fin y evoca la crisis del viejo imperio ibérico.
Pero bueno, el hecho es que, en
el caso del imperio español, la derrota de la Armada Invencible marcó el inicio
de una nueva época definida por una larga y dolorosa carrera militar y
comercial entre España e Inglaterra. Y si bien la cuestión no se resolvió sino
hasta un par de siglos después, el hecho es que todo este proceso de lucha fue
minando gradualmente la posición del Estado español, pues, en el largo aliento,
esta parte fue definiéndose poco a poco como la gran perdedora. Cuente usted en
los factores que minaron a España los costos financieros de sostener un
ejército y una armada siempre listos para la defensa del imperio, una
aristocracia suntuosa y poco amante de lo renacentista y el avance gradual de
ingleses y franceses en la supremacía militar en Europa y buena parte del Nuevo
Mundo.
No fue sino hasta que el imperio ibérico
empezó a ser relegado a un segundo plano y cuando el goteo económico imperial hacia
el pueblo comenzó a escasear, que España empezó a dejar ver en las entrañas de
su sociedad una tremenda contradicción, una contradicción que estaba ahí desde
el inicio, pero que había sido pasada por alto en virtud de la bonanza: un
Estado teocrático diseñado y ordenado por una clase dominante que no
representaba de manera alguna los intereses y la visión del mundo en los
españoles de a pie, de la plebe.
Mientras los españoles volvían la vista hacia el resto de Europa y los
vientos frescos del renacimiento y de la edad de la razón, el Estado español,
por el contrario, persistía en aferrarse y asirse a la roca medieval y
escolástica con el Santo Oficio y la Contrarreforma a manera de bastiones. Si
el resto de Europa leía las luces de Descartes, Galileo, Bacon, Shakespeare y
Kepler, España leía a contrapuntos entre un genial Francisco de Quevedo y
Villegas con sus “Sueños” por una España medieval y eterna, y un titán Cervantes
que aspira a la luz de la razón en sus dulces y suaves parábolas literarias de
una caballería bizarra, a destiempo, y que, entre pautas recatadas, nos
describe el sueño modernista de la muchedumbre de españoles, de esa España de
carne y hueso que transitaba por las callejas enlodadas de Madrid y Villanueva
de los Infantes. Si en el resto de Europa la razón empieza a revelarse
orgullosa con sus vestidos rutilantes, en España lo hace con intermitencias y al
más puro estilo del pensador ibérico de entonces: entre pautas, con recatos,
con ironías y sentidos ocultos, sin atreverse a revelar la más completa
intimidad del corazón del hombre contra el Estado teocrático que se resistía a
los nuevos tiempos.
Y mientras la mayor parte de
Europa avanzó a la edad de la razón, a la ciencia y a la tecnología, el reloj
del Estado español se paró con Aristóteles y San Agustín, tal vez en los
esplendores eruditos de un Suárez, y ahí cifró su crepúsculo de la tarde y su
final y prolongado eclipse. Fue así que los españoles de a pie, la plebe, se
resignaron a vivir en el seno de un Estado que les era completamente ajeno. Se
trataba ahora de una España con dos mundos completamente opuestos, encontrados,
sin conexión alguna: un Estado teocrático congelado en las disertaciones
escolásticas, en las justas medievales y en la frialdad de los monasterios que
pretendían retornar a la doctrina de Cristo, y una multitud de españoles
creciendo en la orfandad civil y política, en el anonimato, en la intrahistoria
de Unamuno, en un submundo, sin futuro y abandonados a las posibilidades
creativas de su pura y natural vitalidad como personas, sin poder llamarse
pueblo o nación con pleno sentido ante el resto de naciones.
La pérdida de Cuba por España no
es sino un clavo más en el ataúd que ocupaba ese país desde siglos atrás muy
resignadamente. Y nadie ha definido mejor la muerte completa de la España de la
primera mitad del siglo veinte que el dictador Franco cuando trató de alentar a
sus cercanos en los tiempos del expansionismo de la Alemania de Hitler
expresando el conocido “Hoy somos yunque, mañana martillo”. Por supuesto que ni
el mismo Franco confiaba en la posibilidad de la segunda parte de la expresión,
dentro o fuera del escenario de la Alemania nazi.
Quizás los españoles han logrado
conquistar de manera definitiva su espíritu de pueblo y nación desde la muerte
del dictador Franco. Y si así lo hicieron, nos llevan un gran paso adelante
porque tuvieron la prudencia y la sabiduría para por fin otorgarse un Estado
representativo de todos los españoles de nacimiento, un Estado propio.
Los mexicanos hemos transitado el
mismo camino de los españoles, aunque no nos hemos atrevido a dar ese salto
final. Tal vez hemos experimentado la condición de pueblo durante cortos periodos
de nuestra historia, tal vez en los breves momentos de anarquía que otorgó la
rebelión independentista, tal vez en el episodio Juárez, tal vez mientras
Zapata Y Villa luchaban y respiraban. Pero de ahí en más, nuestra experiencia
ha sido la de una multitud desheredada, dispersa, sin identidad, sin rumbo
común, sin condición de pueblo y completamente extrañada de ese Estado cuasi-teocrático
que conocemos desde siempre, y al cual vemos tan distante. Como los españoles
de antaño, los mexicanos hemos vivido también en la intrahistoria, en un
submundo, bajo la figura de un Estado diseñado y ordenado por minorías
dominantes que, como rancias aristocracias, se han disputado el poder entre
ellas, tal cual si se tratara de cruzadas o de empresas personales tras el
santo grial. Los mexicanos hemos vivido frente a un Estado que no nos
pertenece, que pertenece a los otros, a esa minoría que conocemos como “ellos”.
La verdadera Revolución Mexicana
murió con Zapata y Villa. Esos dos hombres, con su naturaleza rústica y simple,
si usted quiere plebeya, representaron la más reciente aspiración de los
mexicanos para constituirse en un verdadero pueblo. Probablemente el general
Lázaro Cárdenas representó un mudo y último destello en ese sentido. Así que
los principios y los ideales auténticamente revolucionarios se fueron a la
tumba con los dos primeros y no tuvieron siquiera ocasión de verse plasmados en
un Estado representativo. Al final, como bien sabemos, triunfó una aristocracia
de señores de la guerra cuyo único interés era el poder político y económico. Ese
interés primordial tomó cuerpo en el nuevo Estado y en el PRI, y este partido
nació y pervive como una suerte de fortaleza ceremonial para las justas
medievales por el trono. La sangre ya no debe llegar al río entre la aristocracia.
Al poco tiempo los señores de la guerra fueron desplazados del control del
Estado por una burocracia que, luego, andando el tiempo, saltó a embadurnarse el
rostro con los maquillajes del neoliberalismo para ocultar lo castizo. Y no
pierda de vista que, en todo ese proceso, nosotros, la multitud, hemos
permanecido como el mendigo Tom Canty, tras la verja del gran palacio admirando
el mundo de ensueño del príncipe Eduardo, mientras el rey, Enrique VIII,
nuestra oligarquía y su clase política avasallada, crean y recrean el Estado
con la vista puesta en su muy personal beneficio.
En estos tiempos que corren
estamos en vías de ser expuestos todavía más a la degradación de nuestra
condición de mexicanos, de multitud desheredada, pues estamos a punto de ser
hundidos hasta el último nivel del mundo “civil”, un nivel que tal vez ni los
mismos españoles de la tiranía franquista tuvieron ocasión de conocer. Y es que
una nueva clase política neoliberal avasallada a los señores del capital se
apresta a redefinir y establecer un nuevo Estado de corte policial, totalitario.
Y lo peor es que se trata de una nueva clase política vulgarmente hedonista,
que sustenta sus pretensiones políticas en frivolidades como la belleza física
–la belleza como derecho de sucesión -, no ya en talento militar, no ya en
tamaños, no ya en ideología. Se trata de una nueva generación de políticos
impulsores de un renacimiento trasnochado: adoradores de Adonis, Narciso y
Afrodita; sacerdotes leales de Caco; corte de creyentes frenéticos y devotos de
un Dioniso bizarro, el de cabellera de pámpanos. Es una nueva generación de
señoritingos de capirote, de caballerías de revista y opereta, de hidalguillos
en busca de himeneos regios para afianzar ducados. Pero bueno, esto último es
resultado de nuestra dispersión como pueblo. Si no hay quién les haga frente en
el ahora en las calles, el tíaso es capaz de cualquier locura en sus bacanales,
tal como eso de inventar y practicar un sucedáneo don juanesco de la política
que no se le hubiera ocurrido ni al mismo Calígula con todos sus fervores
equinos y afrodisíacos.
Parece que fuimos pueblo a breves
intermitencias en la historia, pero en lo esencial nunca lo hemos sido. Y para ejemplificarle a la perfección lo que hoy en
día vivimos, y lo que con toda seguridad nos espera a la vuelta del tiempo si
seguimos igual, le traigo a la memoria la novela “La máquina del tiempo”, de H.
G. Wells.
Wells escribió esta novela con
una intención crítica en lo social. Cierto que todos los elementos literarios
pertenecen al género de la ciencia ficción, pero, en el fondo, el contenido es
eminentemente social. El propósito de Wells aquí es adelantar, a modo de
alegoría, un posible escenario a futuro de la lucha de clases de la sociedad
victoriana, de la confrontación entre clase obrera y clase capitalista. De
acuerdo a Wells, su personaje central viaja en el tiempo casi al final de la
historia, hasta el año 802,701 después de Cristo, para presenciar el resultado
(una posibilidad para él) en una suerte de comunismo protagonizado por dos
especies de hombres. Por un lado los Eloi, pobladores del mundo superior, de
semblante agradable y baja estatura, que serían los herederos de los
capitalistas, de las clases propietarias. Por otro lado, los Morlocks, de feo
aspecto, casi infrahumanos (como arañas, diría el Viajero del Tiempo),
habitantes del mundo subterráneo y herederos de la clase obrera. Y Wells nos
deja muy claros los caracteres “culturales” de las dos especies. Los Eloi, como
buenos herederos de los viejos capitalistas, se han convertido en una especie
completamente hedonista e individualista; son seres gregarios que existen al
interior de una organización social muy básica donde la piedad y todo interés
por el prójimo se ha extinguido. El comportamiento de los Eloi frente a los
peligros es de evidente miedo, nerviosismo, pánico, el comportamiento que
conocemos en parvadas, manadas y bancos de peces cuando son asediados por los
predadores y donde la economía y la seguridad de los grandes números es la
solución más eficiente para cada individuo (a mayor número de presas
potenciales, más probabilidad de salir bien librado) Su existencia está
divorciada de todo interés por el conocimiento y gira en torno a las
diversiones y a los juegos más inocentes. Todo aquel escenario implica una
sociedad Eloi que raya en lo más primitivo e instintivo, una especie de Edén
decadente. Los Morlocks, por su parte, una especie educada en el trabajo, en la
faena diaria de enfrentar y resolver problemas, que preserva su industriosidad
y la maquinaria. Pero al lado de todo eso, esta especie subterránea se ha hecho
del raro hábito de cebar y cuidar de los Eloi tal como si fueran un rebaño de
ovejas para luego disponer de ellos de la manera que usted ya imagina durante
las noches sin luna.
En el año de 1959 George Pal
llevaría esta novela a la pantalla con los estelares de Rod Taylor (George, el
Viajero del Tiempo) e Yvette Mimieux (Weena) Quien ha tenido la suerte de ver
esta joya del cine habrá caído en la cuenta de que Pal hizo serios cambios a la
trama a fin de esquivar la censura y la persecución política del macartismo de
aquella época (Estado policial que ahora quieren instaurar en México los
prianistas) Pal sustituyó el escenario del comunismo, como fase final de
organización social de la humanidad, por una fase de luminosa e inocente
decadencia después de la conflagración nuclear (la pesadilla apocalíptica de la
Guerra Fría que tanto dio para la ficción) De hecho, creo que buena parte de la
belleza de la novela de Wells es que permite al lector esta clase de libertades
de adaptación e interpretación sobre el presente y el futuro de un país o de la
humanidad toda. Es una novela que no pierde actualidad en virtud de esa
adaptabilidad a los tiempos y a las circunstancias. La misma descripción de la
máquina del tiempo es tan escueta en Wells, que usted bien podría adaptarla
mentalmente a la tecnología de los tiempos que corren o de cualquier época. Y
no por otra cosa la he llamado a cuentas aquí.
Si usted observa con cuidado,
caerá en la cuenta de que la “sociedad” mexicana de nuestro tiempo guarda
muchas similitudes con esa estructura social del año 802,701 d.c. en la mente
de Wells, aunque con los papeles invertidos y con sus respectivas adaptaciones
al estilo Pal. Los mexicanos, esa multitud de mexicanos, bien podemos ser
identificados con los individualistas, frívolos, hedonistas e inocentes Eloi.
Se trata de una multitud sin Estado propio, una multitud que bien puede
definirse como una manada –nada representa mejor esta conducta que el engañoso
aliento que nos da la baja probabilidad de la desgracia entre los grandes
números de la multitud: “A mí no me pasará” -, en tanto que nuestros oligarcas
y su clase política avasallada bien pueden asumir el papel de los Morlocks y su
Estado neoliberal, un Estado absolutamente deteriorado en su aspecto
industrioso y sí enfocado exclusivamente en el cuidado del rebaño para su
disposición final en el matadero. Después de todo, recuerde que, por sobre el
petróleo y por sobre todo recurso natural, los mexicanos, los Eloi, las
personas, somos la mayor riqueza de este país.
Los acontecimientos más recientes
en la vida política nacional no hacen sino confirmar esta oposición y
extrañamiento entre Estado y mexicanos. La misma violencia del narcotráfico no
hace sino recordarnos aquellas sirenas de alerta que, en la adaptación de Pal,
los Morlocks ponían en marcha para infundir el más hondo terror entre los Eloi.
La reciente propuesta de ley para la seguridad nacional pone esa contradicción a
flor de piel. Se trata de una clase dominante que ya no confía en su rebaño de
ovejas y que muere de ansias por otra noche sin luna.
Solamente desde esta perspectiva
podemos entender por qué somos una multitud de individuos sin pueblo, sin
Estado propio, y donde las minorías piadosas son condenadas a la herejía. Así
como sucedió con los españoles de antaño, también sucedió con nosotros y
sucedió con muchas multitudes a lo largo de la historia. Y es que toda
aristocracia que conquista el poder se da a la tarea de asegurar sus logros cristalizando
un sistema sociopolítico, un orden, una tradición que debe ser perpetuada por
ellos, los que dominan. Ellos, para darse una justificación y un fundamento,
escamotean los hechos, reinventan la historia según las necesidades de su
permanencia que, para todos los efectos, tiene horizontes de eternidad. Ellos
reinventan la mitología del nuevo Estado, de su Estado, con nuevos santurrones,
con nuevas leyendas y epopeyas, con sus nuevas divinidades y con sus nuevas
leyes. Los nuevos señores, bien armados de su ideología conservadora, edifican
todo un nuevo sistema de valores, nuevos y maniqueos conceptos de nación y
antinación, de patria y antipatria, y siempre todo muy a modo de los intereses
de esa nueva clase dominante. Se trata siempre de valores que trascienden lo
nacional hasta extenderse por los espacios de lo eterno y lo universal, justo a
la medida de sus ambiciones. Y así, al final acudimos a un teatro donde la clase
dominante se erige como el santo preservador y guardián fiel de la tradición nacional
y de sus instituciones, que no son otra cosa que el mismo orden que ellos han
instaurado para su beneficio; en tanto que sobre la muchedumbre gobernada y
avasallada recae el yugo de un nuevo sistema que le es ajeno y que le indica
que toda aquella conducta que se desvíe de la tradición y la norma será tenida
por falsedad, mentira, delito, herejía, traición a la patria y un peligro para
la nación. Así fue como llegamos a ser una multitud sin pueblo, sin Estado
propio, de manos del PRI y de su ideología utilitarista, lo cual luego nos
convirtió a nosotros, por influjo de la tradición y la propaganda, en esa
muchedumbre de Elois hedonistas y extraviados en un Edén decadente.
¿Ya ve por qué algunos ciudadanos
institucionalizados en los valores tradicionales atacan a todo rebelde piadoso llamándole
al trabajo? Quien insulta y reprende así al rebelde piadoso, no deja ver sino la
naturaleza de un esclavo domesticado por el Orden que le es ajeno, el espíritu
de un ser que ha sido educado para ser el yunque de un pesado martillo.
Si usted tiene la impresión de
Einstein que nos ha querido endilgar Disney desde siempre, es decir, la imagen
del genio en la física pero un hombre incapaz de hacer un juicio político,
quiero informarle que se equivoca. Einstein fue un hombre con grandes intereses
en la política y nunca tuvo empacho ni contemplaciones a la hora de definir
públicamente su franca inclinación por el socialismo. Einstein compartía la
visión de Marx sobre la historia y la sociedad; comunión muy alentadora habiéndose
dado entre dos hombres de enorme talento. Y fue que alguna vez Einstein
identificó una de las causas de la tiranía de las élites y los medios en las
modernas democracias en la pobre habilidad de las multitudes para pensar como
un solo organismo, para organizarse y actuar y anticiparse a las trapacerías de
gobernantes, oligarquías y medios. Y bueno, parece que en esto Einstein nos
recuerda nuestra orfandad de pueblo y comunidad; nos recuerda lo cerca que
estamos de los Eloi, y lo cerca que los otros, los dueños del Estado, están de
los Morlocks. Y gran razón tiene Einstein en esto. Ellos son pocos, nosotros,
los Eloi, somos una gran multitud dispersa. Nosotros no sabemos pensar
colectivamente por nuestro número y por nuestro pecado individualista, ellos
descansan en su escaso número, lo que les permite entenderse con facilidad y
actuar rápido. Ellos van por las presas, nosotros corremos alentados en la
probabilidad de los grandes números –“A mí no me toca hoy”-. Ellos son astutos,
audaces, saben adelantarse con inteligencia para tender trampas y atrapar
presas de entre la manada, saben meter pánico y terror entre los grandes
números para ponernos en mortal estampida; pero nosotros desconfiamos de
nosotros mismos, no sabemos actuar de conjunto para hacer valer el número.
Ellos nos llevan un paso adelante, se anticipan, escriben el futuro en su
audacia, en tanto que nosotros somos remisos y, como la lechuza de Minerva, siempre
llegamos después de consumado el acto.
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